“Me
voy materialmente, pero no he muerto. Moriré el día en que ninguno de ustedes
mis descendientes, no se acuerden de mí”, señala el texto en una vieja lápida
que registra como fecha febrero de 1878 en el cementerio de Lambayeque.
Y no hay vivienda en los distritos de la
región Lambayeque que tenga alguna repisa o un rincón de la casa con estampitas
de misas de difuntos, recuerdos en vidrio o acrílico con la foto del familiar
que un día dejó el mundo de los vivos para ir al encuentro del mundo de las
sombras.
Prehispánico
Desde la antigüedad, los peruanos hemos
expresado nuestras actitudes de agradecimiento, respeto y recuerdo para los que
en un día nos acompañaron en vida, con una suma de actos que a lo largo del
tiempo, han pasado a formar parte de esa costumbre mítica y religiosa de ir a
los cementerios y rendirle un homenaje a nuestro ser querido.
La costumbre de llevar comida a las tumbas,
sin duda que es una expresión que nos viene desde las culturas preincas, pues
como vemos en los hallazgos arqueológicos, junto a sus tumbas se encuentran
cerámicas domésticas conteniendo restos de semillas de las frutas que le
dejaron como alimento para el más allá.
Mosefú y Mórrope sin duda que son los
distritos donde sus pobladores aún mantienen la costumbre de elaborar panes
dulces y de colocar altares en las casas con la foto del difunto, acompañado
por las imágenes o estampas de San Martín de Porres, Santa Rosa de Lima,
Cautivo de Ayabaca, Nazareno Cautivo de Monsefú, Niño del Milagro de Ciudad
Eten, Niños Dios de Reyes, entre otros.
En el día, la familia entera visita el
cementerio y luego de limpiar las telas de araña y la lápida se procede a
colocar los olorosos arreglos florales y se tiende un mantel donde se colocan
los potajes que le gustaron el difunto en vida, luego el Padre Nuestro,
Avemaría y otras oraciones. Los asistentes degustan la comida en nombre del
fallecido.
No es raro ver a guitarristas, cantantes,
organistas, entre otros, entonar las canciones que le gustaban al difunto, y
para amenizar la tarde y el alma con su cerveza de por medio “tal como le
gustaba al finadito”.
El 1 de noviembre es el día en que la música
y la oración se juntan para recordar a los seres queridos que yacen en las
frías tumbas. Ese día muchos rezadores tendrán trabajo a granel. Ni qué hablar
de las vendedoras de flores, que con sus precios asustarán a más de una
persona.
El reino de las velas
Según va cayendo el día, en las afueras de
los cementerios de Monsefú, Ciudad Eten, San José, Chongoyape, Ferreñafe,
Lambayeque, Mochumí, Túcume, Salas, Íllimo, y otros, van agarrando formas unas
verdaderas ferias populares; y dentro de los camposantos, el reino de las velas
se deja sentir.
Todos los nichos tienen gente sentada frente
a ellos, y las velas cual soldados van muriendo de pie según avanza el calor
que las derrite. Y no hay cementerio que no tengan por allí a los grupos de
niños que con paquetes de velas en mano, así como con escalera y baldes, van
ofreciendo sus servicios para los nichos que están muy altos.
Los vivos se avivan
Y este día en que se recuerda a los muertos,
son los vivos los que se aprovechan de los agasajos y homenajes que se
preparan.
Muy a pesar de la Iglesia Católica, los
sacerdotes casados que hoy forman parte de la Iglesia Católica Apostólica
“Nuestra Señora de Guadalupe”, con sede en Estados Unidos, son muy requeridos
por las personas para celebrar casi verdaderas misas en los cementerios frente
a las tumbas.
Los puestos de ventas de comida, flores,
arreglos florales, fósforos, toldos, telas, entre otros, se llenan de personas
que luego de homenajear a sus seres queridos fallecidos, y deciden homenajearse
ellos también.
Aparte de ser un día con oportunidad de recordar
a nuestros muertos y de elevarles una oración, además de dejarles un arreglo
floral, el 1 de noviembre es también una gran ocasión para saborear los ricos
dulces, las comidas típicas, el tradicional dulce de picarones y la espumante
chica de jora. ¡Salud en memoria de nuestros difuntos!
Por: Juan Cabrejos
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