jueves, 7 de junio de 2012

El Culto Católico


Autor: P. José P. Benabarre Vigo | Fuente: El Visitante

Las religiones se distinguen por su culto y sus creencias. La palabra culto se deriva de la latina cólere, que significa “venerar, honrar”. Y se entiende por culto el conjunto de los dogmas, ritos y comportamientos, especialmente colectivos, con que un grupo humano se relaciona con la divinidad, sea ésta verdadera o falsa.

Es importante notar que hasta ahora, no se ha encontrado tribu o nación alguna que no haya tenido su(s) dioses y cierta clase de culto. Incluso los aborígenes de Kalúmburu, Norte de Australia, que, hasta hace unas docenas de años, aún vivían en la Edad de piedra, tenían sus dioses y su culto. Este fenómeno universal es una buena prueba de la existencia de un Dios creador.

En la Iglesia católica, la única en que se tributa al Dios único y verdadero, un culto digno de su Majestad – en parte requerido por su mismo Fundador – (Lc 22: 19), tiene en la Eucaristía, “el memorial de la muerte y resurrección del Señor, en la cual se perpetúa a lo largo de los siglos el sacrificio de la cruz, su culmen y la fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana” (Código de Derecho Canónico 897).

Diversos cultos católicos
Los teólogos distinguen tres clases fundamentales de culto en la Iglesia católica: culto de latría, de superdulía y de dulía.

El culto de latría (adoración del ser supremo), se tributa únicamente a la Santísima Trinidad y a cada una de sus Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El culto de superdulía (veneración) es el que se tributa a la Santísima Virgen María por su especialísima relación con la Santísima Trinidad, cuyo eterno Logos, se hizo hombre en sus entrañas virginales. Y el de dulía, el que se da a los santos por su prominente santidad y su relación con la Divinidad.

Las tres clases de culto se manifiestan en las fiestas dedicadas a las tres divinas Personas y a los santos, en las oraciones elevadas a la Divinidad en forma de adoración, de petición o de acción de gracias, y en las dirigidas a los santos pidiendo su valiosa intercesión.

El culto ha de ser verdadero
Para que nuestros actos de adoración a la Santísima Trinidad sean bien recibidos, y para que nuestras oraciones a los santos sean aceptadas por ellos y escuchadas por Dios, es necesario que sean hechos “en espíritu y verdad” (Jn 4: 24). Esto supone, al menos, dos cosas: que nuestra primera intención en todo lo religioso que hagamos, sea un acto de adoración a Dios y de servicio a nuestro prójimo; y que en todo nuestro culto no haya nada de supersticioso o idolátrico. En todo esto ha de seguirse a la Iglesia que, por tener la inspiración del Espíritu Santo (Jn 14: 26), y estar totalmente protegida por Jesucristo (Mt 28: 19-20), no puede equivocarse. Es cierto que el único acto cultual pedido por Jesús fue la repetición de la Eucaristía (Misa) (Lc 22: 19), que Él celebró el primer Jueves Santo. Lo demás, que designamos con la palabra liturgia, lo ha ido añadiendo la Iglesia a través de los siglos.

Veneración de las imágenes
Interpretando mal la Sagrada Escritura (como de costumbre), muchos nos tachan a los católicos de idólatras porque, según ellos, adoramos las imágenes del Señor o de los santos.

Fraternalmente, yo quiero decir a esos hermanos nuestros que nos interpretan mal, que en español hay una diferencia esencial entre los significados de las palabras adorar y venerar. 

Adoramos sólo al Ser supremo, podemos – ¡y debemos! – venerar o respetar nuestra bandera, las fotos de nuestros seres queridos, los hombres y mujeres prominentes que nos han dejado un buen ejemplo. Así sucede con nuestros santos. Los admiramos y veneramos sus imágenes por el ejemplo que nos dejaron de su amor a Dios y al prójimo.

En segundo lugar, Éxodo 20: 3-4, sólo prohíbe hacer estatuas de dioses falsos.

De hecho, había esculturas en el templo (Sal 75: 6), y figuras de querubines en el propiciatorio (Éx 25: 18; etc.) Incluso Yahveh está sentado sobre querubines (1 Sam 4: 4), y cabalga sobre ellos (2 Sam 22: 11).

Nosotros tenemos estatuas del Señor, especialmente la Cruz con su cuerpo ensangrentado, para acordarnos de su pasión, y las de los santos para que, al verlos, nos animemos a imitarles.

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