Autor: P. José P. Benabarre Vigo | Fuente: El
Visitante
Las religiones se distinguen por su culto y
sus creencias. La palabra culto se deriva de la latina cólere, que significa
“venerar, honrar”. Y se entiende por culto el conjunto de los dogmas, ritos y
comportamientos, especialmente colectivos, con que un grupo humano se relaciona
con la divinidad, sea ésta verdadera o falsa.
Es importante notar que hasta ahora, no se ha
encontrado tribu o nación alguna que no haya tenido su(s) dioses y cierta clase
de culto. Incluso los aborígenes de Kalúmburu, Norte de Australia, que, hasta
hace unas docenas de años, aún vivían en la Edad de piedra, tenían sus dioses y
su culto. Este fenómeno universal es una buena prueba de la existencia de un
Dios creador.
En la Iglesia católica, la única en que se
tributa al Dios único y verdadero, un culto digno de su Majestad – en parte
requerido por su mismo Fundador – (Lc 22: 19), tiene en la Eucaristía, “el
memorial de la muerte y resurrección del Señor, en la cual se perpetúa a lo
largo de los siglos el sacrificio de la cruz, su culmen y la fuente de todo el
culto y de toda la vida cristiana” (Código de Derecho Canónico 897).
Diversos
cultos católicos
Los teólogos distinguen tres clases
fundamentales de culto en la Iglesia católica: culto de latría, de superdulía y
de dulía.
El culto de latría (adoración del ser
supremo), se tributa únicamente a la Santísima Trinidad y a cada una de sus
Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
El culto de superdulía (veneración) es el que
se tributa a la Santísima Virgen María por su especialísima relación con la
Santísima Trinidad, cuyo eterno Logos, se hizo hombre en sus entrañas
virginales. Y el de dulía, el que se da a los santos por su prominente santidad
y su relación con la Divinidad.
Las tres clases de culto se manifiestan en las
fiestas dedicadas a las tres divinas Personas y a los santos, en las oraciones
elevadas a la Divinidad en forma de adoración, de petición o de acción de
gracias, y en las dirigidas a los santos pidiendo su valiosa intercesión.
El
culto ha de ser verdadero
Para que nuestros actos de adoración a la
Santísima Trinidad sean bien recibidos, y para que nuestras oraciones a los
santos sean aceptadas por ellos y escuchadas por Dios, es necesario que sean
hechos “en espíritu y verdad” (Jn 4: 24). Esto supone, al menos, dos cosas: que
nuestra primera intención en todo lo religioso que hagamos, sea un acto de
adoración a Dios y de servicio a nuestro prójimo; y que en todo nuestro culto
no haya nada de supersticioso o idolátrico. En todo esto ha de seguirse a la
Iglesia que, por tener la inspiración del Espíritu Santo (Jn 14: 26), y estar
totalmente protegida por Jesucristo (Mt 28: 19-20), no puede equivocarse. Es
cierto que el único acto cultual pedido por Jesús fue la repetición de la
Eucaristía (Misa) (Lc 22: 19), que Él celebró el primer Jueves Santo. Lo demás,
que designamos con la palabra liturgia, lo ha ido añadiendo la Iglesia a través
de los siglos.
Veneración
de las imágenes
Interpretando mal la Sagrada Escritura (como
de costumbre), muchos nos tachan a los católicos de idólatras porque, según
ellos, adoramos las imágenes del Señor o de los santos.
Fraternalmente, yo quiero decir a esos
hermanos nuestros que nos interpretan mal, que en español hay una diferencia
esencial entre los significados de las palabras adorar y venerar.
Adoramos sólo
al Ser supremo, podemos – ¡y debemos! – venerar o respetar nuestra bandera, las
fotos de nuestros seres queridos, los hombres y mujeres prominentes que nos han
dejado un buen ejemplo. Así sucede con nuestros santos. Los admiramos y veneramos
sus imágenes por el ejemplo que nos dejaron de su amor a Dios y al prójimo.
En segundo lugar, Éxodo 20: 3-4, sólo prohíbe
hacer estatuas de dioses falsos.
De hecho, había esculturas en el templo (Sal
75: 6), y figuras de querubines en el propiciatorio (Éx 25: 18; etc.) Incluso
Yahveh está sentado sobre querubines (1 Sam 4: 4), y cabalga sobre ellos (2 Sam
22: 11).
Nosotros tenemos estatuas del Señor,
especialmente la Cruz con su cuerpo ensangrentado, para acordarnos de su
pasión, y las de los santos para que, al verlos, nos animemos a imitarles.
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